Saint Agnes

Santa Inés: Heroína de la fe, en revelaciones a Valtorta

El 21 de enero se celebra la Fiesta de Santa Inés, exploramos los detalles de la vida de esta adolescente martirizada en Roma y las revelaciones de Jesús a María Valtorta que dan cuenta de su maravillosa valentía.

Santa Inés es la santa patrona de las virgenes, las novias, las prometidas en matrimonio, de la pureza y de los jardineros. En relación a la Santa surgió la costumbre de los corderos blancos, cuya lana se utiliza para hacer los palios de los Arzobispos.

Su nombre latino es “Agnes”, asociado a “agnus” que significa cordero.

Agnes of Rome
Roma

Inés de Roma (~291 – 304) virgen romana, que sufrió el martirio, durante la persecución de Diocleciano. Su vida se cuenta en el documento “Actas de los Martires“. Inés fue decapitada siendo tan solo una niña de doce o trece años, por negarse a adorar a los dioses y mantener su fe en Cristo. Es venerada como una de las grandes mártires de la historia de la Iglesia, y su fiesta se celebra el 21 de enero.

A continuación exploramos las revelaciones a Valtorta sobre esta gran santa de la Iglesia. La ubicación espacio-temporal es Roma del siglo IV dC.

EL MARTIRIO DE INÉS

Escrito el 13 de enero de 1944.

“Una sola es la palabra que debería ponerse como epígrafe sobre estos mis “santos”.
La que de Mí se dice: “Dilexit”. Amó. Esta corta palabra que es la más grande del universo…”

Dice Jesús:

“Está dicho: “Habiendo amado Dios infinitamente al hombre, le amó hasta la muerte” (señalándolos con una crucecita a lápiz, anota así María Valtorta: Juan cap 13º, v. 1º.(Me lo hace ver San Juan) ).

Mis seguidores más auténticos no son ni han sido diferentes de su Dios y, siguiendo su ejemplo y por su gloria, le han profesado a El y a los hombres un amor tan sin medida que ha llegado hasta la muerte.

Ya te dije (El 14 de octubre de 1943 en los “Cuadernos de 1943”) que las muertes, tanto de Inés como de Teresa tienen un denominador común: el amor. Ya fuera la espada o la enfermedad la causa aparente de la muerte de tales criaturas que supieron amar con aquella “infinitud” relativa propia de las criaturas (me expreso así por los sofisticadores de la palabra) que es la copia más acabada de la perfecta infinitud de Dios, el agente verdadero y único fue el amor.

Una sola es la palabra que debería ponerse como epígrafe sobre estos mis “santos”. La que de Mí se dice: “Dilexit”. Amó. Amó la niña Inés como también la joven Cecilia, amó la serie de hijos de Sinforosa, amó el tribuno Sebastián, amó el diácono Lorenzo, amó Julia la esclava, amó Casiano el Maestro, amó Rufo el carpintero, amó el pontífice Lino, amó el cándido arríate de las vírgenes, la tierna pradera de los niños, la hilera suave de las madres y la viril de los padres, la férrea cohorte de los soldados, la sacerdotal teoría de los obispos, pontífices, sacerdotes y diáconos y amó, por último, la humilde y por dos veces redimida masa de los esclavos.

Amó esta mi corte purpúrea que me confesó entre tormentos. Y, en épocas más apacibles, amó la multitud de los consagrados en los claustros y cenobios, de las vírgenes de todos los conventos y de los héroes del mundo que, viviendo en él, supieron hacer del amor clausura para su espíritu a fin de que viviera éste amando únicamente al Señor, por el Señor y a los hombres a través del Señor.

Amó. Esta corta palabra que es la más grande del universo -porque en su brevedad encierra la fuerza más vigorosa de Dios, la característica más acusada de Dios, el poder más potente de Dios- esta palabra cuyo sonido, pronunciado sobrenaturalmente como definición de una existencia ya vivida, llena de sí la creación y hace estremecer de admiración a la humanidad y de júbilo a los Cielos, es la llave, es la combinación que abre y explica la resistencia, la generosidad, la fortaleza, el heroísmo de tantas y tantas criaturas que por su edad o condiciones familiares y posición parecían las menos dispuestas a tanta perfección. Porque, si todavía no causa asombro el que Sebastián, Alejandro, Mario y Expedito pudiesen desafiar a la muerte por Cristo lo mismo que la habían desafiado por el César, produce ciertamente estupor el que unas poco más que niñas, como Inés, y unas madres pletóricas de amor, hubieran sabido lanzar su vida a los tormentos aceptando como el mayor de ellos el arrancarse de los brazos de los parientes y de sus hijos por mi amor.

Mas la generosidad humana y sobrehumana del mártir por amor corresponde la generosidad divina del Dios del amor. Soy Yo el que les infundo la fuerza a estos héroes míos y a todas las víctimas del incruento pero prolongado y no menos heroico martirio. Yo soy su fortaleza. Soy Yo el que infundo fortaleza tanto a la corderita Inés como al anciano decrépito; a la joven madre como al soldado; al maestro como al esclavo; y después a lo largo de los siglos, a la enclaustrada como al estadista que muere por la fe, a la víctima ignorada como al director de espíritus.

En el fondo no busquéis en sus corazones ni en sus labios otra perla ni otro sabor que éste: “Jesús”. Yo, Jesús, estoy allí donde la santidad irradia y la caridad se expande”.

EL MARTIRIO DE INÉS

Es la media noche. No bien termina Jesús de dictar este fragmento, conecto con mi visión de esta tarde.

La frase: “Habiendo amado Dios infinitamente al hombre, le amó hasta la muerte” me resonaba en el corazón desde esta mañana. Tanto que había hojeado todo el Nuevo Testamento tratando de encontrarla. Mas no he dado con ella o tal vez se me haya pasado o no esté allí.

Medio ciega, me he resignado a cejar en la búsqueda convencida no obstante de que Jesús habría hablado con toda seguridad sobre dicho tema. Y no me he equivocado. Pero antes de hablar de eso, mi Señor me ha regalado con una dulce visión y, con ella en el corazón, me he entregado a mi acostumbrado… reposo, volviéndola a encontrar después, a mi vuelta entre los vivos, tan nítida como en el primer momento.

Parecíame ver pues a modo de pórtico (peristilo o como si fuese un foro), un pórtico de la antigua Roma. Digo “pórtico” porque tenía un hermoso pavimento de mármol y columnas también de mármol blanco sosteniendo a su vez un artesonado decorado con mosaicos. Podía ser el pórtico de algún templo pagano o de un palacio romano o bien la Curia o el Foro. No lo sé.

Adosado a una de las paredes había una especie de trono compuesto de una peana de mármol sosteniendo un sitial. Sobre este sitial aparecía un romano entrado en años vistiendo la toga. Comprendí pues ser éste el Prefecto imperial. Adosadas a las otras paredes, estatuas y estatuillas de dioses y trípodes para el incienso. En medio de aquella sala o pórtico, un espacio libre en el que había una gran losa de mármol blanco. Frente por frente del sitial de aquel magistrado se abría el verdadero pórtico, propiamente dicho, a través del cual se veía la plaza y la vía pública.

Mientras observaba estos pormenores y el gesto ceñudo del Prefecto entraron tres jovencitas en el vestíbulo, pórtico, sala (o lo que usted quiera).

Una de ellas era jovencísima: una niña casi, vestida completamente de blanco con una túnica que la cubría toda dejando al descubierto tan sólo las manos diminutas a partir de sus muñecas de niña. Llevaba la cabeza destocada y era rubia. Peinaba sencillamente con una raya en medio de la cabeza y dos gruesas y alargadas trenzas que le caían por la espalda. El peso de sus cabellos era tal que, sin quererlo, hacíales doblar levemente la cabeza hacia atrás prestándole un empaque de reina. Por entre sus pies retozaba balando un corderillo de pocos días, todo blanco, con su hociquito sonrosado como la boca de un niño.

Detrás de la chiquilla, a pocos pasos de ella, estaban las otras dos jovencitas, una de las cuales era de una edad casi igual a la primera si bien más robusta y de apariencia más vulgar. La otra era de más edad: de 16 a 18 años lo sumo. Ambas vestían igualmente de blanco y llevaban un velo en la cabeza; pero sus vestidos eran más humildes. Parecían doncellas puesto que permanecían en actitud respetuosa hacia la primera. Comprendí que ésta era Inés, la otra, de su misma edad, Emerenciana y la tercera, no lo sé.

Inés, sonriente y segura, avanzó hasta la peana del Magistrado y, en este punto, escuché el siguiente diálogo:

“¿Estaba deseando verme? Aquí me tiene”.

“No creo que, cuando sepas por qué te quería, sigas llamando deseo a esta mi voluntad. ¿Eres cristiana?”.

“Sí, por la gracia de Dios”.

“¿Ya te das cuenta de las consecuencias que esta afirmación te pueden reportar?”

“El Cielo”.

“¡Vaya! La muerte es horrible y tú aún eres una niña. No sonrías que yo no bromeo”.

“Ni yo tampoco. Te sonrío porque eres el padrino de mis nupcias eternas y te estoy agradecida por ello”.

“Piensa más bien en las nupcias de la tierra. Eres hermosa y rica y hay muchos que ya se fijan en ti. No tienes pues sino elegir para ser una patricia feliz”.

“Tengo ya resuelta mi elección. Amo al Solo digno de ser amado, ha llegado el momento de mis nupcias y éste es el templo donde se han de celebrar. Oigo la voz del esposo que se acerca y vislumbro ya su mirada de amor. A El sacrifico mi virginidad para que haga de ella una flor eterna”.

“Pues si quieres conservarla, lo mismo que tu vida, sacrifica inmediatamente a los dioses. Así lo exige la ley”.

“Tengo un único verdadero Dios y a El sacrifico de mil amores”

(El texto comprendido en los cinco párrafos precedentes aparece condensado así en el cuaderno autógrafo: “Ni yo tampoco. Te sonrío porque eres el padrino de mis nupcias eternas y te estoy agradecida por ello”. “Sacrifica a los dioses. Así lo exige la ley”. “Tengo un único verdadero Dios y a El sacrifico de mil amores”. Mas posteriormente María Valtorta tachó a pluma todo el fragmento escribiendo encima y cruzado: corregido al dictado de Inés, y en una hojita suelta, que unió al cuaderno, escribió: Mientras hacía la acción de gracias de la Comunión, me ha dicho la mártir Inés: “Has relatado con exactitud, pero has olvidado un punto. Corrígelo así y escribe de esta manera…” (y sigue el fragmento contenido en el texto, en sustitución del tacho por María Valtorta) etc. etc. En efecto, con todas las chácharas habidas en torno mío y el tiempo (6 horas) transcurrido entre la visión y su descripción, por más que yo tenga buena memoria, se me había ido aquella parte del diálogo que, al oírsela repetir a la mártir, recuerdo ahora perfectamente haberla oído. Estoy muy contenta de haber podido subsanar, por benevolencia de la Santa, esta omisión mía y dar la exacta versión del diálogo.).

Y en esto apareció cómo los ayudantes del Prefecto entregaban a Inés una copa con incienso para que lo derramara delante de un dios.

“No son éstos los dioses que yo amo. Mi Dios es nuestro Señor Jesucristo. A El, a quien amo, me entrego a mí misma en sacrificio”.

En este punto vi cómo el Prefecto, irritado, daba orden a sus ayudantes de esposar a Inés a fin de impedirle la fuga o cualquier acción irreverente contra los simulacros, siendo desde aquel momento considerada como rea y detenida.

Mas la virgen se volvió sonriente al verdugo diciéndole: “No me toques. He venido aquí espontáneamente porque me llama la voz de mi Esposo que me invita desde el Cielo a las nupcias eternas. No necesito de tus brazaletes ni de tus cadenas. Únicamente me las deberías poner si me quisieras arrastrar al mal. Pero entonces (tal vez) de nada servirían porque mi Señor Dios haría que fuesen más vanas que un hilo de lino para sujetar los puños de un gigante. Ahora bien, para ir al encuentro de la muerte, de la felicidad, de las nupcias con Cristo, no, hermano, no sirven tus cadenas. Yo te bendigo si me proporcionas el martirio. No huyo. Te amo y ruego por tu alma”.

Hermosa, blanca y erguida como un lirio, Inés era una visión celestial dentro de la propia visión…

El Prefecto dictó la sentencia que no oí bien. Me pareció que esto se debiese a un lapsus producido en el que perdí de vista a Inés, atenta como estaba a la mucha gente que se había aglomerado en aquel lugar.

En seguida di de nuevo con la mártir, más hermosa aún y jovial que antes. Frente a ella una estatuilla de oro de Júpiter y un trípode. A su costado el verdugo con la espada ya desenvainada. Parecía como que hiciesen una última tentativa para doblegarla. Pero Inés, con ojos chispeantes, agitaba la cabeza y con sus manecitas rechazaba la estatuilla. No andaba ya por entre sus pies el corderillo que estaba, por el contrario, en brazos de Emerenciana, toda llorosa.

Vi cómo hacían arrodillar a Inés sobre el pavimento en medio de la sala, en el sitio donde estaba la gran losa de mármol blanco. La mártir se recogió con las manos sobre el pecho, dirigiendo su mirada al cielo. Lágrimas de sobrehumana alegría emperlaban sus ojos arrebatados en suave contemplación. Su rostro, sin que estuviese más pálido que en un principio, sonreía.

Uno de los ayudantes le tomó de las trenzas cual si fuesen cordeles para sujetarle la cabeza, mas no era necesario.

“¡Amo a Cristo!” gritó cuando vio al verdugo levantar su espada, y advertir cómo ésta penetró por entre el omoplato y la clavícula seccionando la carótida derecha y cómo se desplomó la mártir por su lado derecho conservando siempre su posición arrodillada, como quien se echa a conciliar un sueño feliz, pues la sonrisa no desapareció de su rostro siendo velada tan sólo por el chorro de sangre que salía a borbotones de su cuello seccionado.

Aquí tiene descrita mi visión de esta tarde. Por cierto que no veía la hora de poder encontrarme sola para escribirla y solazarme con ella.

Era tan hermosa que, mientras la disfrutaba (me caían lágrimas que, debido a la penumbra de la estancia, creo pasarían inadvertidas a los circunstantes y así estaba con los ojos cerrados, en parte porque me encontraba tan absorta en la contemplación que necesitaba concentrarme y, en parte también por hacer creer que estuviese dormida, ya que no me gusta dar a entender… dónde me encuentro) me resultaba insoportable escuchar parrafadas de frases comunes y por demás humanas entremezclándose, a modo de desperdicios, entre la belleza de la visión y así he dicho, como si me molestara el murmullo: “¡Cállense, Cállense!” Pero no era eso sino que quería quedarme sola para poder contemplar en paz como así ha sido en efecto.

Y después me ha hablado Jesús.


EL ENTIERRO DE INÉS.

Escrito el 20 de enero de 1944, a las 16

¡Qué hermoso es morir por Jesús!
Qué sea el Paraíso no lo puedes imaginar por más que hayas recibido un destello del mismo.

El buen Jesús, para consolar mi tristeza, me concede la siguiente visión que me apresuro a describírsela pensando que le pueda complacer.

Asisto al entierro de Inés (puede considerarse continuación del martirio de Inés, escrito el 13 de enero en curso.)

Veo el jardín de una casa patricia. No sé si sea la casa paterna de Inés o de alguna otra familia cristiana. Por lo demás, eso no tiene mayor importancia. En suma, veo este amplísimo jardín con viales y otros más reducidos, arriates, peceras y plantas de alto fuste.

Es la tarde, si bien podría decir la noche, puesto que son ya densas las sombras. El lugar aparece iluminado por un hermoso claro de luna y por alguna que otra antorcha o lámpara. Observo cómo oscilan las llamas al viento suave de la tarde. La luna está en su primer cuarto y de ahí deduzco que sean las 20 o tal vez menos de las veinte, ya que la luna apenas si se ha levantado en el horizonte y en enero ésta se alza presto, sobre todo cuando se halla en su fase inicial.

En un principio nada más veo. Posteriormente se anima la escena y van entrando en el jardín muchas personas con lámparas y antorchas, aumentando con ello la luz. Son ciertamente cristianos y cristianas conducidos por sus sacerdotes y diáconos al sepelio de Inés.

En un momento dado se abre una de las puertas de la casa dejándose ver un peristilo vivamente iluminado que, sin duda, da a la calle, ya que, frente a esta puerta, -diré así: hacia el interior- hay otra que asimismo se abre como si alguien hubiese llamado desde fuera, y entra un grupo de personas llevando sobre unas andas una figura envuelta en un sudario.

Depositadas las andas en medio del peristilo y cerrada la puerta que da a la calle, se descubre la figura, se la levanta piadosamente y se la coloca sobre otra especie de parihuelas semejante a un canapé sin laterales, recubierto con un paño rojo oscuro riquísimo, bordado a pespunte.

Veo que la mártir se encuentra ya lavada y compuesta. No tiene sangre en su rostro, en sus cabellos ni en su vestido. Han debido de ponerle la túnica limpia puesto que no aparece mancha alguna sobre ella.

La jovencita mártir semeja una estatua de mármol por la gran palidez de su rostro que refleja una gran paz. Sonríe. Tiene los cabellos sueltos bajo el cándido velo que la cubre totalmente. Ahora bien, el principal velo lo forman sus largos cabellos rubios. Un verdadero manto de oro que la envuelve hasta las rodillas. Tiene las manos unidas sobre el pecho y una palma entre ellas. No se ve la herida del cuello, se la han cubierto piadosamente con sus guedejas de oro y el cándido velo.

En torno a ella se agolpan sus parientes que lloran sin estrépito y éstos, junto con sus compañeros en la fe y los sacerdotes, la besan en sus manecitas de cera y en la frente.

Entra un venerable anciano flanqueado por otros dos. Van todos vestidos como los romanos de la época. Por lo que acontece, comprendo que el anciano es el Pontífice o algún vicario suyo, aunque diría que se trata del Pontífice puesto que todos se arrodillan al tiempo que él entra y bendice. El también se acerca a la mártir y ora ante ella. Después se pone los ornamentos sacerdotales y lo mismo hacen los dos diáconos que le acompañan y muchos de los sacerdotes mezclados entre los cristianos, formándose el cortejo.

Un grupo de vírgenes, entre las que se encuentra Emerenciana, se estrecha junto a las andas y las levanta. Por más que Inés, viéndola tendida, parezca más alta que cuando estaba viva, no debe ser excesivo su peso. Al fin era una niña y no muy robusta. Las vírgenes van todas vestidas de blanco y cubiertas con cándidos velos: una cerca de lirios en torno al lirio tronchado tendido sobre la púrpura del paño fúnebre. En primer término el Pontífice y los sacerdotes, precedidos y flanqueados por familiares con antorchas; detrás las vírgenes con la mártir y después los padres, los parientes y los cristianos, todos con luces, avanzan por los viales del jardín hacia el sitio en que limita con el campo (así me parece). Al menos, detrás ya no hay casas sino más árboles y prados.

La escena resulta plácida y solemne. Besa la luna la blanca figura y el viento la acaricia. Veo ondear levemente al soplo del ligero viento un mechón rubio de sus cabellos.

Los cristianos cantan en voz baja. Al principio tardo en entenderlo, tal vez porque me distraigo prestando atención a tantas cosas. Después recojo las palabras de la santa melodía latina que recuerdo conocerla no siéndome nueva. Pienso dónde la haya podido oír o leer.

Entre tanto llegan a una especie de pozo, muy ancho de boca, al cual se baja por una escalerilla excavada en la toba o piedra arenisca, como se quiera llamar. Poco a poco van bajando los principales personajes a la cavidad subterránea que está hecha en forma circular con muchas galerías que, según parece, se hallan recién iniciadas en diferentes direcciones, resonando allí las voces más fuertes y solemnes.

Ahora recuerdo bien. Son las palabras del Apocalipsis en el pasaje donde se habla de aquel “canto” que sólo podrán entonar los que no se contaminaron en la tierra (Ap. 14, 1-5). Mas no lo han dicho todo sino así: recitaban tan lentamente ese himno que he podido transcribirlo y posteriormente he mirado a ver si mi asnería me había hecho cometer muchos errores en el latín.

“Et vidi supra montem Sion Agnum stantem” cantaba los hombres.

“Et audivi vocem de caelo, tamquam vocen aquarum multarum” respondían las mujeres.

“Sicut citharoedorum citharizantium in citharis suis”.

“Et cantabant quasi canticum novum”.

“Et nemo poterat dicere canticum, nisi illa 144.000 qui empti sunt de terra”.

“Hi sunt qui cum mulieribus non sunt coinquinati: virgines enim sunt”.

“Hi sequuntur Agnum quocumque ierit”.

“Hi empti sunt ex hominibus primitiae Deo et Agno”.

“Sine macula enim sunt ante thoronum Dei” cantaban alternativamente, un versículo los hombre y otro las mujeres.

¡Era una armonía celestial! Tenía los ojos arrasados de lágrimas y todavía siento en mí como un río de dulzura que me sosiega totalmente. Sigo percibiendo esa armonía que se impone a cuantos murmullos me rodean…

Un último saludo de los parientes y, a continuación, levantan los restos mortales y los llevan a un nicho alargado y angosto excavado de costado y no en profundidad en la piedra arenisca. El Pontífice continúa el depósito con estas palabras: “Veni, sponsa Christi. Veni, Agne sanctíssima. Requiescant in pace”.

Se coloca y ajusta una piedra sobre la abertura.

La visión se acaba ahí.

Me siento en paz cual si yo también me hubiera tendido en aquel reducido nicho al lado de aquella dulce criatura, a la espera de resucitar con ella en Cristo tras el martirio, como si, al igual de ella, hubiese salido ya de los tormentos y maldades del mundo y cantase a su lado el cántico que tan sólo entonan los que fueron rescatados de la tierra.

¡Qué hermoso es morir por Jesús! ¿Qué hermoso poder decirse uno a sí mismo: El dolor es el que me consigue el Paraíso!”

Ahora me recojo a la espera de que usted venga. Me recojo con el eco de aquel dulce canto tan lleno de promesas para quien se dio a sí mismo al servicio del Cordero y le sigue con plena voluntad.

Escrita de nuevo en la mañana del día 23 por miedo a que se hayan perdido aquellas hojas sueltas

Veo el jardín de una casa patricia. Hay en él viales, arriates, peceras, yerbines y plantas de alto fuste. Parece muy amplio y debe limitar con la campiña o con otros vastos jardines, como así veo, pues allí donde termina ya no hay casas sino otros prados y plantas.

Al iniciarse la visión no hay en el jardín persona alguna. Lo veo al claror de alguna que otra luz producida por lámparas de aceite o antorchas puestas aquí y allá. Veo oscilar un tanto las llamas rojizas al ligero viento de la tarde. Hay también un claro de luna, la cual se halla en su fase inicial pues su gajo es delgado y dirigido hacia poniente. Pienso, dadas la estación y la posición de la luna, que apenas si ha subido al límite del cielo que sean las primeras horas de la noche que en esta estación es muy tempranera.

En un segundo tiempo advierto junto a la casa, que parece cerrada del todo como si estuviese vacía, numerosos grupos de hombres y de mujeres vestidos como en aquel tiempo, acompañados de otros hombres que, al parecer, se hallan revestidos de especial cargo o dignidad, a los que todos obedecen con respeto. Comprendo que se trata de cristianos llegados a los funerales de Inés.

Muchos portan lamparitas de aceite, lo que me permite ver cómo entre los hombres hay algunos con los cabellos cortos, diría rasurados, y con vestidos cortos y parduscos; otros con cabelleras más cuidadas, pero siempre cortas, y vestidos largos y claros con manto del que uno de sus extremos pasa por la cabeza como una capucha. En las mujeres algunas van vestidas humildemente y de oscuro, otras, en cambio, van de blanco y mejor vestidas; y un nutrido grupo viste de blanco, con velos blancos sobre sus cabezas.

Al tiempo que observo estos pormenores, se abre en la casa una amplia puerta en la fachada que da al jardín y de la que sale una viva luz que proviene de un peristilo fuertemente iluminado. Frente a este puerta se encuentra otra que da ciertamente a la calle, la cual en un momento dado, se abre cual si de fuera alguien hubiese llamado en ella.

Penetra un grupo de personas que rodean unas andas portadas por cuatro hombres fornidos con vestidos oscuros (color de lana grisácea), los cuales deponen su carga en medio del peristilo mientras seguidamente se cierra la puerta de casa con cuidado. Al descorrerse las cortinas de las andas, veo que contienen un cuerpo tendido, envuelto del todo en un sudario. Este cuerpo es piadosamente izado acomodado, sin el sudario que queda en las andas, en una especie de camilla cubierta con un precioso paño de púrpura que parece recamado con borduras cual si fuese un damasco. Sin duda se hallaba preparado ya para recibir esta carga.

Contemplo a la mártir Inés en la rigidez de la muerte. Semeja una estatua de mármol blanco por lo exangüe de su rostro, de sus manecitas y de sus diminutos pies calzados con sandalias. Está toda vestida de blanco, con un cándido velo que la envuelve del todo. Mas el principal velo lo constituye su espléndida cabellera rubia, completamente suelta ahora, que le llega hasta las rodillas como si fuera un manto de oro. Sus cabellos no son ensortijados sino mórbidos y un tanto ondulados, pero abundantes y bellísimos. Ella sonríe como ante una visión de paz. Tiene las manos entrelazadas sobre el regazo y, como único ornamento, con una palma entre sus dedos yertos.

Está totalmente limpia. Se comprende que la han lavado de la sangre y revestido con una vestidura pulcra antes de transportarla aquí porque ya no tiene sangre en el rostro, en los cabellos ni en el vestido. No se ve la herida del cuello que la han cubierto con los cabellos y el velo.

Los parientes se acercan a ella y, llorando, besan sus manitas de cera y su frente gélida. Mas su dolor es mesurado y digno, sin esas manifestaciones histéricas que se acostumbran en casos semejantes. Es un dolor cristiano. Tras los parientes se apiñan los amigos y hermanos en la fe. Veo a Emerenciana, que llora y sonríe a la vez, junto a su hermanita de leche que le ha precedido en la gloria. Todos saludan a la mártir y oran ante ella.

Tengo aquí la impresión de haberme olvidado de hacer constar en la primera versión, limitándome a decírselo a usted de palabra, el grande amor existente entre los cristianos, la sensación de lo que venga a ser la “comunión de los santos” tal como la entendían los primeros cristianos, de los que tanto habremos de aprender. Ellos, desafiando todos los peligros, habían acudido a rendir homenaje a la mártir de Cristo, pidiéndole llegara a ser para todos ellos fuente de intercesión ante Dios en los próximos combates por la Fe, pareciéndome que ella estuviese sobrevolando con su espíritu sobre los presentes transfundiéndoles sus sentimientos heroicos y su protección. El Cielo y la Tierra estaban en comunicación.

En este momento se abre la puerta exterior y entra un anciano acompañado de dos hombres de unos 25 a 35 años. El anciano tiene un semblante apaciblemente serio, está muy delgado, diría que enfermo, y palidísimo. Debe ser persona muy influyente entre los cristianos porque, a su presencia, todos se arrodillan y él pasa bendiciendo por entre dos filas de cabezas que se inclinan. Me da la impresión de que sea un obispo o, tal vez, el mismo Pontífice.

Se acerca a la camilla, bendice a la muerta y ora ante ella. Después se reviste con los hábitos sacerdotales (veo el palio, no sé si se dice así: es una banda blanca que forma como un arco sobre los hombros y el pecho, bajando después por detrás y por delante en sendas bandas, estando todo él adornado con pequeñas cruces oscuras). Sus otros acompañantes se revisten igualmente poniéndose las vestiduras de los diáconos (túnica hasta las rodillas con mangas hasta poco más arriba del codo).

Seguidamente se forma el cortejo. Delante va el clero, o sea, el anciano, los dos diáconos y los demás sacerdotes que en un principio estaban mezclados entre el grupo de los cristianos y que se han puesto ellos también las estolas sacerdotales. En torno a ellos se colocan hombres portando antorchas encendidas. Llevan el vestido corto y oscuro. Diría que son siervos cristianos, pues tengo la impresión de que todos en la casa sean secuaces de Jesús. En torno a la camilla se forma igualmente una hilera de luces portadas por las vírgenes vestidas de blanco y con velos blancos, una verdadera cerca de lirios rodeando a aquel otro tronchado. La camilla es fácilmente llevada en alto por cuatro vírgenes, entre las que se halla Emerenciana. No debe de pesar mucho porque, aun cuando Inés, tendida como está, parezca más alta que de viva, es siempre una adolescente y, por añadidura, poco robusta.

El cortejo se dirige hacia la tumba a través de los viales del jardín. Todos llevan antorchas o lámparas encendidas y cantan, a media voz, un himno lleno de dulzura y de esperanza que al principio no reconozco, si bien paréceme haber oído ya aquellas palabras aunque no sé dónde. El aire de la noche hace oscilar las llamas que después surgen más hermosas. Veo distintamente un mechón de cabellos de Inés salido de debajo del velo que se mueve al soplo del céfiro. El cortejo discurre con una gran compostura y piedad.

Se llega al extremo del jardín. Allí hay una especie de pozo con una abertura muy amplia. Una escalerilla excavada en la piedra arenisca o en la toba conduce al fondo. Son muchos los que bajan. Los que no pueden se quedan alrededor de los bordes del pozo y siguen cantando respondiendo a los cantos de los que están abajo. En la cavidad del pozo las voces adquieren resonancia y comprendo perfectamente de qué se trata. Son versículos del Apocalipsis en el pasaje donde se habla de las vírgenes que siguen al Cordero (Ap 14, 4.). Un versículo lo cantan los hombres y el otro, alternando, las mujeres, tal como lo tengo escrito en el primer relato.

Veo que el pozo es semicircular o mejor, en forma de herradura y que de él parten galerías en forma de rayos. Así:

En donde he puesto una crucecita hay un nicho excavado en la piedra arenisca preparado para Inés. Es el primero de los enterramientos, futura tumba de numerosos mártires y catacumba. De las galerías, la primera a mano derecha de la cruz (respecto del que mira, la que yo señalo con una V) es la más profunda. Penetra en la tierra unos 5 ó 6 metros, mientras que las otras son menos profundas, y una, la primera de la izquierda del que mira, que está junto a la escalera, apenas si está iniciada. Me da la impresión de que sea un hipogeo recién comenzado, como si la muerte de Inés les hubiese sorprendido sin preparar.

Los parientes y los más allegados se acercan para saludarla por última vez. Después alzan los lados del paño de púrpura sobre el que la mártir descansa y los echan sobre la misma, viniendo así a quedar envuelta de la cabeza a los pies, con esta tela riquísima.

El Pontífice, como si la recibiera a su cuidado en nombre de la Iglesia, le dirige un último saludo: “Veni, sponsa Christi. Veni, Agne sanctissima. Requiescant in pace”. Y levantan devotamente el cuerpo depositándolo en le nicho sobre el que colocan una piedra que lo cierra.

Y así termina la visión.

Aún perdura en mí la dulzura del canto y de la religiosidad de toda la escena en sus más nimios detalles por los que se patentizan la unión entre los primitivos cristianos y su fervor.

He vuelto a escribir esta visión por orden de Jesús, que me ha dicho: «Ésta es una razón probatoria más. Sólo el que vio una escena que le impresionó vivamente puede volver a narrarla con exactitud al cabo de unos días».

Esto me lo acaba de decir esta noche del 23 de enero, a las 24, es decir, cuando he escrito por la causa que me ha dicho al principio.

Aun siendo el 20-01-44, a las 23:30, debiéndolo escribir a seguido del relato de la visión.

Me dice la virgen Inés:

“No te fijes únicamente en mis restos mortales. Fíjate más bien en mi espíritu, feliz ya en donde resuena aquel cántico que tanto te place.

Allí soy feliz. Nada absolutamente de cuanto fue en la tierra momentáneo dolor vino conmigo a la morada del Esposo en donde encontré inefable gozo.

Allí, con la luz que emana de Dios que es nuestra felicidad, vivimos en la paz. Las armonías de los bienaventurados se entremezclan con las de los ángeles. Todo es luz y armonía. Allá, en lo alto, esplende la Trinidad santísima y sonríe la Madre de Dios.

Qué sea el Paraíso no lo puedes imaginar por más que hayas recibido un destello del mismo. Conocerlo en toda inmensidad de su gozo equivaldría a morir, pues es beatitud que la carne es incapaz de soportar y moriría por ella. Dios te hace gustar una muestra para estimularte en la prueba, al igual que lo hizo con nosotros que sufrimos por El.

Ven. El dolor tiene su término, pero el gozo dura eternamente. El dolor, visto desde aquí, es un instante de tiempo y la gloria que el dolor nos reporta es eterna. Aquí está el que nos ama y que, al amarle, no cometemos culpa sino que merecemos premio.

Jesús te ha rescatado con su amor. Ámale con todo tu amor y merezcas así unirte al coro que colma el feliz Paraíso”.

Una vez que usted se marchó a las 18, yo me quedé con el goce de aquella armonía y de aquella visión.

Mas después transformose en la presencia del cuerpo glorificado de Inés, bellísimo, vestido de blanco y con su mirar extasío. Y me parecía sentir dos manos diminutas, manitas de niña, que me acariciaban dulcemente. Así caí en el sopor. Un sopor de ansiedad puesto que los tremendos dolores (es la noche del jueves al viernes) no me conceden tregua.

Vuelta en mi, al tiempo que mis dolores se hacen cada vez más agudos, y mientras, para aliviarlos, pienso en aquello que vi, la jovencita mártir me dirige estas palabras.

Ahora me tiendo sintiéndola junto a mí para consolar mi martirio, tanto de carne como de corazón. El espíritu es el que únicamente es feliz. Mas suena el reloj señalando la media noche y dando comienzo el viernes. Pienso en el trágico viernes de pasión de mi Señor y no me quejo del sufrimiento. Sólo le pido que acierte yo a sufrir bien: por El y por las almas.


Oracion a Sta. Inés para peticiones urgentes

Oh Dios Padre Misericordioso, concédeme la dicha de saber imitar
a santa Inés virgen y mártir,
que siendo aún casi una niña
ofreció en Roma el supremo testimonio de la fe,
consagrando con el martirio el título de la castidad,
ayúdame a seguir sus pasos, a ser:
fiel al amor de tu hijo Jesús,
que murió por nosotros en la Cruz,
fiel en lo mucho y en lo poco,
fiel en la alegría y en la tristeza,
fiel en la adversidad y en la bonanza,
fiel en el hogar y en trabajo,
fiel en el estudio y en la diversión
fiel en la bondad y en la oración.

Que nunca me separe de ti,
y, que por la intercesión de Santa Inés,
pueda obtener remediar
esta apremiante dificultad que tanto me aflige:

(hacer la petición).

Señor, te suplico me escuches,
confiando en tu gran bondad
y por la mediación de santa Inés,
espero ser prontamente socorrido.

También te solicito me ayudes
a caminar rectamente por el sendero de la fe,
el amor, la virtud y la bondad,
y bajo el amparo protector
de la Santísima Virgen María,
me mantengas siempre alejado
de las ocasiones de pecado,
de injusticias y maldades,
de violentos y opresores
y me concedas todo aquello
que sea más conveniente
para tu mayor honra y gloria
y provecho de mi alma,
para morir en tu gracia y gozarte eternamente
en la bienaventuranza del cielo.

Amén.

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