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El Domingo de Ramos en los Comentarios de Azarías

Entre las revelaciones del Cielo a María Valtorta, mística italiana, hay algunas que provienen de su ángel de la guarda, llamado Azarías, y que contienen comentarios del ángel a las lecturas de las misas festivas. Hoy exploramos la correspondiente al Domingo de Ramos.

14/04/1946
Domingo de Ramos

Lecturas 14 ABR. 1946 (Según el misal de San Pio V, usado en ese entonces)
Introito: Sal 22(21):20, 22, 2
Oración Colecta: Dios eterno y Todopoderoso, que quisiste que nuestro Salvador tomara nuestra carne y sufriera la muerte de cruz, de modo que toda la humanidad siguiera el ejemplo de su humildad, concede misericordiosamente que aprendamos la lección de Su paciencia y tomemos parte en Su resurrección. Por Jesucristo nuestro Señor.
Epistola: Flp. 2:5-11
Gradual: Sal 73(72):24, 1-3
Tracto: Sal 22(21):2-9, 18, 19, 22, 24, 32
Evangelio: Mt 26:36-75; 27:1-60
Ofertorio: Sal 69(68):21-22
Oración Secreta: Concedenos, por nuestra oración, Señor, que los dones ahora ofrecidos a la vista de Vuestra Majestad, puedan obtenernos la gracia de la verdadera devoción y la recompensa de la felicidad eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.
Comunion: Mt 26:42
Oración Postcomunion: Por virtud de este misterio, Señor, limpia nuestros pecados y cumple nuestros rectos deseos. Por nuestro Señor Jesucristo.

Dice Azarías:

“No forma parte de la Santa Misa, aunque sí de la Liturgia, la lectura que precede a la bendición de las Palmas.

Un día, al comienzo de tu instrucción por parte de nuestro Santísimo Señor Jesús, te dijo El: “En las páginas del Libro, en la Historia de mi Pueblo, se encuentran prefigurados, bajo figuras y hechos, los acontecimientos del futuro.

La gente, de ordinario, a las 70 palmeras del oasis de Elim, las pone como figura de las palmas de hoy. Mas mi Señor hace que te instruya acerca de la verdadera figura de la Lectura de hoy.

Los israelitas, pasados los tiempos santos de los patriarcas, que podrían parangonarse con tierras fértiles, ricas de todo bien, llegaron a corromperse transformándose en “desierto estéril” en el que sólo escasos oasis y aún más escasas fuentes daban a entender que no todo había muerto y, a modo de llamada de piedad celeste, atraían a los extraviados, si bien de buena voluntad, en torno a los solitarios espíritus de los Justos de Israel. Los Patriarcas, los Jueces y Profetas, los grandes Reyes de Israel, los Macabeos, Judit, Esther, Joel, Tobías, Nehemías, los santos, he aquí las palmeras y las fuentes que brotaron solitarias en medio de la aridez desolada de la conciencia de Israel que, ingrato, se alejaba de su Benefactor olvidando sus beneficios.

Así es como encontró su Tierra Aquél que dio a su Pueblo aquella Tierra ya prometida, cuya espléndida belleza superaba todas las esperanzas de los Patriarcas. Y así la encontró Cristo cuando bajó a cumplir la segunda parte de las grandes promesas hechas a Abraham, esto es: después de haberle dado a él y a sus descendientes la tierra vista en visión y una posteridad más numerosas que las estrellas, la de darle el Mesías nacido del seno de una hija de Abraham para redimir al mundo.

Y Cristo, al pueblo que languidecía en la aridez del desierto, dióle el oasis con doce fuentes y setenta palmeras para que en él encontrase refrigerio, alimento y pudiese acampar en el oasis suministrado por el Salvador.

Don verdadero de Jesús Santísimo fueron los doce apóstoles dejados para perpetuar su magisterio y proporcionar a las almas el agua viva de las palabras divinas y el Alimento contenido en los Sacramentos. Y don verdadero de Jesús Santísimo fueron también los setenta y dos discípulos, coadjutores de los apóstoles, que constituyeron con ellos el núcleo inicial de la Iglesia Apostólica, el Oasis en torno al cual fueron haciéndose cada vez más numerosas las muchedumbres de fieles, el oasis que se ha dilatado fertilizando el suelo y venciendo al desierto hasta conseguir elevar sus gloriosas palmeras por todos los puntos de la Tierra. El oasis que reconforta, el oasis que salva.

Advierte esta verdad en la 1ª parte de la lectura de este punto del Éxodo y nunca imites al pueblo que, entre las fuentes y palmeras de Elim murmuró contra esta dádiva de nuestro Señor Jesús.

La segunda figura es el Pan del Cielo: El Maná que el hombre no podía siquiera imaginar ni exigir; el maná que el hombre no podía procurarse a sí mismo sino que es el Señor quien lo da liberalmente a sus hijos para que no mueran de hambre; el maná dulce y blanco que se da en su justa medida a todos aquellos que quieren nutrirse de él todos los días. Tan sólo el enfrentamiento a los mandatos de Dios y las infracciones de su Ley hacen que esta santo Alimento, dador de Vida, se transforme en corrupción; mas no por sí, pues es incorrupto, incorruptor e incorruptible, como Aquél a quien ni la muerte corrompió y que es El mismo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, tal como era en los días de su vida sobre la Tierra. Ahora bien, sobreviene la corrupción al recibirlo en pecado, ya que es maldito el que se alimenta con las disposiciones de Judas, enemigo de la obediencia y de la justicia.

Reflexionad sobre la palabra de Dios Santísimo: “Y así compruebe Yo si él camina o no según mi Ley”. En efecto, aquél que, alimentándose de la Sagrada Eucaristía, alimento que no se concede a los propios ángeles sino que el Infinito Amor lo da a los hombres, no se santifica antes sigue cual era o retrocede a peor, da a entender que no camina según la Ley y que, puesto que ese Alimento no consigue mudarle, lo toma sin duda con el alma obstinada en culpa más o menos grave.

Eucaristía y buena voluntad -Eucaristía: amor de Dios, y buena voluntad: amor del hombre-, juntas ambas, no pueden producir sino santidad. La buena voluntad escombra el terreno de cuanto pudiera hacer improductiva a la Semilla Santísima que germina con la Vida eterna. La buena voluntad coloca sobre el altar cuanto sirve para consumar el holocausto, es decir, cuanto el fuego eucarístico puede quemar, abrasando al hombre material para encender el espíritu, purificarlo, hacerlo grácil como la llama, con tendencias al cielo, y subiendo a él con sus resplandores para juntarse al Fuego que el encendió: Fuego con fuego mediante unión de amor.

“El sexto día deben disponer lo que llevaron, o sea, el doble de lo que solían recoger en cada uno de los días”. ¡Qué gran consejo eucarístico!

El sexto día, esto es, la víspera del día del Señor -y cada uno de los días de Mesa Eucarística es día del Señor para el alma-, las almas deben preparar lo que habitualmente tienen: el fervor, el arrepentimiento y los propósitos, para marchar dignamente y con provecho a recibir el Pan del Cielo. Dichosos aquéllos que así lo hacen y dichosos igualmente aquéllos par quienes todos los días son víspera del día del Señor y cuya vida discurre en una constante preparación del encuentro admirable, santificante y vital. Llegados a la vigilia del gran día de su reposo: la muerte en gracia de Dios, sentirán en su agonía el consuelo de estas palabras pronunciadas por los sacerdotes de Dios y dictadas por su propio corazón y por el Ángel de su Guarda: “En esta tarde (la muerte es la tarde), conoceréis vosotros que el Señor es Aquél que os sacó de la tierra de Egipto (es decir: de la vida terrena que es destierro y dolor). Y mañana muy temprano (esto es: superada la muerte) contemplaréis la gloria del Señor”, o sea, el Cielo, vuestra morada de santos, para siempre.

Esto es lo que te debe sugerir la lectura de la Bendición de los Ramos. Y ahora meditemos la Santa Misa.

Eleva tus súplicas con tu verdadero y perfecto Maestro. Verdaderamente tú has sido fundida como metal licuado por el calor en el molde de El, de El en su Pasión, habiendo tomado su forma. Tu humanidad se ha desleído por el calor de la caridad, tu espíritu se ha reblandecido para poder ser remodelado y, por momentos, se va imprimiendo en ti la marca de tu amado Jesús en su Pasión. Sus deseos son los tuyos, tuyos son también sus dolores, sus abandonos, sus amargas experiencias de lo que son los hombres y sus desolaciones al verse tan incomprendido, rechazado y despreciado. Y, por último, tuyos son asimismo sus gemidos y sus plegarias al Padre.

Semana Santa, semana dolorosa, si bien hay que señalar que las perlas más bellas se te han dado siempre en esta semana que es la más perfecta de entre sus muchas semanas de Hombre -ni semana alguna de entre las 1.737 que le vieron en el mundo* puede equipararse a esta su última de Hombre sujeto al dolor-, debiéndosela tú agradecer como la prueba más hermosa de su amor. No te preguntes: “¿Qué nueva tortura me ha de traer ésta? ¿Qué cáliz tendré que beber del Jueves al Viernes? ¿Qué agonía? ¿Qué muerte? ¿Qué desconsuelo? ¿Qué traición?”.

  • Según este cómputo, Jesús habría peregrinado sobre la Tierra por espacio de 33 años (1716 semanas) más 21 semanas (en total 1.737 semanas)

No te lo preguntes sino abandónate a tu Padre. Una hora es la que se te ha de ahorrar: la del abandono de Dios. La viviste ya cuando fue necesario para socorrer a las almas en trance de desesperación y así devolverles el Celo y llevarlos al Cielo, pues no se vive dos veces aquella tortura.

Por eso el Padre Eterno y Santo ya no rechazará a su pequeña “voz” y así puedes gritarle, segura de ser escuchada: “¡Señor, no alejes de mí tu auxilio, acude en mi defensa, líbrame de la boca del león y de los cuernos del búfalo a mí que soy tan débil!”

Una plegaria te ha escuchado ya en estos días; mas insiste en ella puesto que aún hay mucho que hacer en aquella alma*. Y mucho más aún hay que hacer contigo que realmente ves abierta sobre ti la boca horrenda que querría devorarte como portavoz y ves apuntarte amenazadores los cuernos del búfalo diabólico que querría derribarte para terminar con la obra de Dios. Y tampoco te ves defendida por quien, como prójimo, como fiel y como instrumento, tiene el deber de hacerlo.

  • La publicación del Epistolario de María Valtorta podrá aclarar ésta y parecidas alusiones.

Hasta en esto conoces la lección de tu Maestro: la fuga de los apóstoles y de los amigos al encresparse la tempestad contra el Inocente, el pensamiento egoísta del hombre en todos los casos semejantes a éste: “Una por una, que me salve yo” y, de este modo, abandonar sin heroísmo e injustamente al inerme en manos de sus acusadores.

Mas Dios, por más que parezca ausente, está presente. Y así Dios juzga y calibra. Dios defiende y, lo repito una vez más, jamás la injusticia humana podrá incidir sobre la Justicia divina.

“¡Dios mío, vuélvete a mí! ¿Por qué me has abandonado?”. Sí, éste es el grito del alma en sus horas de tinieblas. Mas esto no lo condena Dios, no es ofensivo para El ni expresa desesperación. De otra suerte no lo habría gritado el Verbo Santísimo en el Getsemaní y en la Cruz. En su lamento, que a los superficiales pudiera parecerles un reproche contra Dios, hay fe. Fe en su ayuda, en su presencia y en su justicia, por más que las fuerzas del mal, triunfantes por breve tiempo, parezcan negarlo todo e induzcan al alma con ello a hacerle temblar ante el Juez Perfecto cual si fuera culpable. Son las fuerzas del mal que lanzan su anatema sobre los inocentes acusándoles de delitos a fin de abatirlos hasta en el espíritu y “alejarlos de la salvación”.

¡Oh alma mía!, víctima expiatoria y redentora de los pecados de los hombres, víctima que se ofrece para continuar la obra redentora de Jesús, por más que te vieses cargada de pecados y de acusaciones de pecados, como lo estuvo Cristo en aquellas horas tremendas, piensa que todo ese peso es externo y exterior el ropaje. No hay culpa en el espíritu ni lepra sobre él, como tampoco el vestido se encuentra manchado, cosas todas ellas que harían que se te lanzara del convite de Dios. Ahora bien, sobre ese espíritu aparecen tan sólo las gloriosas heridas del alma víctima, y tales heridas son ornamento que no desdoro. El apóstol angélico ya especificó quiénes son los que están delante del trono de Dios y del Cordero: “Son los que vienen de la gran tribulación y lavaron y blanquearon sus vestidos en la sangre del Cordero”.

Esos vestidos blanqueados con el Dolor de los dolores, con la Víctima de las víctimas y con la gran tribulación de los fieles verdaderos, de las “víctimas” y de los martirizados por ser corredentores, se hallan adornados con las perlas de vuestros padecimientos e incluso, con la de las acusaciones injustas.

No temas alma mía, ni te lamentes si te humillan y crucifican. Lo dice la Oración: por humillarse revistiéndose de carne mortal y someterse a la muerte de cruz, el Verbo Santísimo se hizo Salvador. Tú, pequeña voz, hostia voluntaria, únete e incluso, supera la súplica de la Oración y trata, no sólo de merecer la acogida de las enseñanzas y frutos del sacrificio vital y mortal de Cristo, sino también de ser como El y con El humillada y crucificada para salvar gran número de almas.

Salvar es más importante que ser salvado, pues presupone la afirmación de que el pequeño salvador es ya un salvado, ya que sólo donde vive Dios con la plenitud de sus gracias se da la virtud heroica; y es virtud heroica el amor a la cruz, al dolor y al holocausto por amor de aquel amor grande que tiene “aquél que da su vida por los hermanos”. Y porque salvar quiere decir ser “otro Cristo”. Por la Paciencia llegarás a la Gloria y a la resurrección en el Cielo, en Dios, para siempre, tras la muerte que es la vida sobre la Tierra.

Vamos a leer a Pablo: “Tened en vosotros los mismos sentimientos de Jesucristo”. He aquí el modelo. No dice Pablo: de éste o aquél santo sino que os dice: de Jesucristo.

Dijo Cristo: “Sed perfectos como mi Padre que está en los Cielos”.

Es obvio, aún por humana y recta reflexión, que, por más que Cristo no hubiese sido sino un gran Profeta, se habría esforzado como ninguno poniendo en práctica lo que enseñaba para alcanzar la perfección de su Padre. Y, en verdad, Jesús es el espejo de la Perfección celeste del Dios triniforme. No hubo en El, durante los treinta y tres años de vida, ni una sola imperfección, tanto es así que la Verdad, viviente en forma mortal, pudo decir. “¿Quién de vosotros me puede convencer de pecado?”; y, próximo a morir, en esa hora en la que ningún hombre miente sino sólo el que es siervo de la Mentira, repitió ante el Pontífice: “Yo he hablado delante de todos y nada he dicho en secreto. ¿A qué me interrogas? Interroga sobre lo que he dicho a los que me han oído”.

¡Oh, dichosos aquéllos que, sin ruborizarse, pueden repetir a sus acusadores estas mismas palabras, seguros de no haber hecho nada reprobable! ¡Dichosos! ¡Dichosísimos! Muertos, pero no desmentidos por los hechos, suben ellos a Dios y coronados. Y si con el tiempo mudan los hombres su juicio sobre los condenados un día por ellos, no son ya ellos los que desde la tenebrosa Tierra alzan la corona para colocarla sobre la cabeza del bienaventurado sino que es la corona la que desciende y con su resplandor, que no es de la Tierra, habla y hace temblar a aquéllos que alzaron su mano y abrieron su boca contra aquél a quien Dios amaba y amaba a Dios y le servía con perfecto servicio.

“Tened en vosotros los sentimientos de Cristo Jesús, el cual, existiendo en la forma de Dios, no consideró por rapiña ésta su igualdad”.

Jesús, por el hecho de haber nacido de María, no era menos Dios que lo fuese como Verbo en el Cielo. La Carne no anuló en Cristo a la Divinidad. Verdadero Dios y verdadero Hombre, tuvo en Sí, no una sino dos perfecciones: la de la Naturaleza Divina, oculta, pero no disminuida por la Carne, y la de la Naturaleza humana, superpuesta y superperfeccionada por aquélla que era la de Adán, porque al don de una naturaleza humana perfecta, don de Dios gratuitamente otorgado a Adán, unió la voluntad capaz de superperfeccionar la Naturaleza humana. El Primogénito de entre los muertos quiso redimir al hombre decaído, no sólo con la Sangre sino también llevando la Humanidad, un día perfecta y después decaída, a una superfección tal que el Infierno y los blasfemadores de la Verdad quedasen vencidos y confusos.

Inclinad vuestra frente, hombres que pretendéis explicar lo inexplicable con la pobre ciencia creada por vosotros, hueca y despojada de luces y directrices sobrenaturales. Anonadaos, vosotros, que no sabéis sino descubrir el Error, sobre todo el Nocivo. Estáis vencidos. Jesucristo-Hombre, con el fulgor de su Humanidad, desbarata vuestros axiomas, anula vuestros cálculos y os hace ver lo que sois: dioses desatinados y soberbios que ponéis medidas a Dios, si es que lo admitís, conforme a vuestra pequeñez y, si no lo admitís, deliráis con imposibles autocreaciones de la materia y con envilecedoras e inverosímiles descendencias.

Jesucristo es Hombre y no un filósofo ni un insensato fundador de religiones sacrílegas que pueda crear un superhombre superior al Hombre no nacido por obra de querer carnal sino por Querer Divino.

Y este Hombre Perfecto en el que estaba la Plenitud de la Divinidad y de la Humanidad, no retuvo para Sí el que, en virtud de la primera, pudiese abusar de su omnipotencia a favor de la segunda, “sino que se aniquiló a Sí mismo tomando forma de siervo y, asemejándose a los hombres, apareció como un simple hombre y se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz”.

He aquí, caras voces y queridas víctimas, a donde debéis llegar para que con mayor fuerza brille Dios en vosotras. El honor comporta gravámenes. El ser instrumentos extraordinarios no debe haceros orgullosas ni despertar en vosotras pretensiones de beneficios materiales, inmunidad en el dolor y carencia de ofensas, calumnias, acusaciones injustas, desprecios, abandonos, todo aquello, en fin, que padeció Jesús, el Hombre-Dios. Así pues, recapacitando debidamente antes de resarcir con toda clase de sacrificios los dones extraordinarios que Dios os concede y la aceptación de vuestro sacrificio -puesto que no cabe honor más grande que el de ser juzgadas dignas de ser “hostias”-, debéis perfeccionaros en la humildad y en la obediencia, en la obediencia heroica hasta la muerte y muerte de cruz.

Mas escuchad lo que en último término dice Pablo: “Por esto, en cambio, Dios ciertamente lo exaltó y le dio un Nombre que está sobre todo otro nombre y tal que al nombre de Jesús ha de doblarse toda rodilla en el Cielo, en la Tierra y en el Infierno, debiendo toda lengua confesar que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre”.

Guardando las debidas proporciones, ¡oh!, no temáis, queridas almas víctimas y voces, pues Dios os dará un nombre que está por encima del que os dieron los hombres, un nombre que ya está escrito en el Cielo. Y día vendrá en que, por un espacio de tiempo al menos, las rodillas de los hombres que no merecieron estar a la derecha del Señor y Juez, habrán de doblarse ante los triunfadores y vuestro nombre les será dado a conocer, con lo que más de uno de aquellos que, con juicio errado, os juzgaron, empalidecerá ante la verdad. Se postrarán, no para tributaros espontáneo honor, sino abatidos por los fulgores que de Cristo Juez se proyectarán sobre sus santos, formando un deslumbrante mar de luz, todo él escrito con palabras de Verdad, con nombres de verdad. Y la Verdad separará para siempre a los ciegos voluntarios de los regocijados videntes y la Luz se estabilizará en la gloria con sus elegidos mientras que las Tinieblas engullirán a las tinieblas y allá, en el Abismo, será el alarido de angustia y el reconocimiento desesperado de quienes no supieron conocer a Dos, reconocerle en sus siervos ni en las obras de éstos: reverbero del Nombre de Jesús escrito sobre la frente de los santos, de los que ninguno será desconocido. ¡El Nombre de Cristo grabado ciento cuarenta y cuatro mil veces sobre la frente de los santos! ¡Y dardos de luz lanzados para fulminar a los ciento cuarenta y cuatro mil veces culpables que negaron a Dios en sus criaturas predilectas a las que torturaron con sus negaciones.

Merece, alma querida, sufrir la Cruz para aquella hora. Pon tu diestra en la mano del Cordero que sube a su Calvario y déjate conducir a su beneplácito a fin de que después seas conducida con honor a donde los marcados con el Nombre de Jesús aguardan la hora de la revista triunfal.

¡Cuán bueno es el Señor con los rectos de corazón! ¡Qué bueno! Pero vela y vigila para que tus pasos no salgan del camino y no murmure tu corazón contra la justicia viendo el triunfo momentáneo de los pecadores.

También Cristo lo vio y lloró gritando: “Yo me dirijo a Ti clamando y no me escuchas. Pues bien, soy yo ahora gusano que no hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe. Todos cuantos me ven se mofan de mí, murmuran entre dientes y mueven la cabeza diciendo: ¡Pues esperó en el Señor, que le libre y le salve ya que tanto le quiere! Y, tras haberse burlado de mí, me despojan y se reparten mis pertenencias echando suertes sobre mi verdad cual si fuese objeto de una apuesta…!”

¡Oh pudor santo de Cristo, no sólo por el velo de la Carne que quedó sin él sino más bien por la Verdad menoscabada despreciada y alterada para presentarla como ridícula y sacrílega cual si fuese obra de un loco o de un demonio!

Esto constituye vuestra tortura, instrumentos extraordinarios crucificados. ¡Esta es vuestra tortura! Miráis si hay quien tenga respeto y compasión y no dais con hombre alguno que os consuele. Demandáis caridad y os corresponden con hiel. Suplicáis el refrigerio de una palabra fraterna, de una comprensión santa y os suministran vinagre para agudizar el dolor de vuestras heridas.

Póstrate y ruega con tu Custodio: “¡Padre, si no es posible que se aleje de mí este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu Voluntad!” Esta es la gran palabra que muchos, que son severos con sus hermanos, no la saben decir por su parte. Mas dila tú a fin de inclinar al Señor a que dé cumplimiento a tus justos deseos.

¡Bendigamos al Señor!

“Demos gracias a Dios”.

“Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”.”


MARÍA VALTORTA
LIBRO DE AZARÍAS

Traducido del original italiano por Santiago Simón Orta
CENTRO EDITORIALE VALTORTIANO

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