Mons. Aguer: Entre conservadores y progresistas

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mdc
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Mons. Aguer: Entre conservadores y progresistas

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En blanco y negro

ImageDesde hace más de medio siglo (el Concilio Vaticano II concluyó el 8 de Diciembre de 1965), la Iglesia vive desgarrada por una división innegable: integristas o conservadores por un lado (empleo los nombres con que se los suele descalificar), y por otro, los progresistas o liberales, que están de parabienes con el actual pontificado.

El título que encabeza esta nota no se refiere al cine anterior al invento del tecnicolor, sino a la asombrosa crítica del oficialismo eclesiástico hodierno dirigida contra los miembros de la Iglesia que aman la gran Tradición católica; y reconocen que la homogeneidad es lo que debe caracterizar a la evolución de las realidades eclesiales: dogma, liturgia, derecho, instituciones. Muchas veces he citado a San Vicente de Lerins, y las fórmulas por él acuñadas en Commonitorium Primum. Aquellas realidades pueden expresarse nove, según los contextos culturales vigentes en tiempos y espacios determinados; pero no se puede incluir en el depósito a transmitir nova, cosas nuevas, novedades, que implican una heterogeneidad respecto de los orígenes.

Desde hace más de medio siglo (el Concilio Vaticano II concluyó el 8 de Diciembre de 1965), la Iglesia vive desgarrada por una división innegable: integristas o conservadores por un lado (empleo los nombres con que se los suele descalificar), y por otro, los progresistas o liberales, que están de parabienes con el actual pontificado. ¿Simplifico en exceso la complejidad de los procesos y fenómenos eclesiales? Existe una amplísima gama intermedia: quienes con un gran esfuerzo de estudio, de intelección y valoración –entre ellos me reconozco ubicado- procuran recoger la herencia del Concilio, que como lo recordaba Benedicto XVI debe ser leído a la luz de la gran Tradición eclesial, pero a la vez no aceptar las alteraciones que se impusieron en nombre del «espíritu del Concilio»; de un supuesto espíritu que no es, por cierto, el Espíritu Santo.
...
Desde la cárcel que sufre en Roma, le escribe a Timoteo: «Toma como norma (upotupōsin eche, 2 Tm 1, 13s) las saludables lecciones (logōn) de fe y amor a Cristo Jesús que has escuchado de mí»; y continúa en la misma carta: «Sábete (touto de ginōske) que en los últimos días (en eschatais ēmerais) sobrevendrán tiempos difíciles (kairoi chalepoi), y continúa enumerando la clase de «tipos» con los que habrá de lidiar; el consejo, o la orden es: ¡apártate de esa gente! (toutous apotrepou) (2 Tm 3, 5). La exhortación, que es un conjuro solemnísimo (diamartýromai), en nombre de Dios y de Jesucristo, Juez universal, implica argüir, reprender, exhortar, oportuna e inoportunamente (eukairōs akairōs), porque ya no soportarán los hombres la sana doctrina (didaskalía) (2 Tm 4, 1 ss), sino que se buscarán falsos maestros que les halaguen los oídos, y se entregarán a las fábulas, a los mitos (mýtous). ¿Cuántas veces, a lo largo de los siglos, se habrá presentado una situación análoga? Se me ocurre que el Apóstol está viendo proféticamente lo que hoy ocurre en la sociedad poscristiana, y en la Iglesia. Custodiar el depósito es una exigencia fundamental; el depósito es todo, es el don de la salvación cristiana que se concentra en la fe y el amor (la amistad de la agápē).
(...)
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https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=43043

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